La
ventana se había cerrado en toda mi cara y yo tan solo pude
resbalarme en el suelo. La goma del zapato estaba empapada, y
chirriaba en el suelo ocasionando un molesto ruido. Por suerte me
agarré a tiempo del mármol que había justo debajo de aquella
odiosa ventana que acaba de cerrarme el pico. Recuperé la
respiración —o
al menos eso intenté—, y tras el último suspiro, abrí los ojos y
me quedé frente a la ventana. Posé mis nudillos sobre ella y apreté
el puño, meditando en esa elección. Toca,
Susan. Toca y suplica que te atiendan... Me
aconsejé a mi misma, en un arduo intento de convencerme. Los alumnos
paseaban a mi al rededor, sin prestarme más atención de la que yo
les prestaba a ellos. Bufé y sin pensármelo dos veces más, toqué
con insistencia al duro y grueso cristal. Se podía ver en el
interior como la secretaria, vestida de un color rosa muy llamativo, preparaba unos papeles y hacía caso
omiso de mis advertencias. Tenía el cabello marrón oscuro, y llevaba unas gafas de pasta de color negras. No era muy alta, y parecía no ser demasiado vieja. Debería tener unos 35 años, más o menos. Me aclaré la garganta y me atreví a
decir:
—Disculpe.
Sé que... sé que llego... —miré mi reloj, echándole un rápido
vistazo—3 minutos tarde, pero.... —la mujer, ni si quiera se giró. Tan solo añadió:
—Está
cerrado —vaya...
de eso ya me había dado yo cuenta... Murmuré.
—Lo
sé, pero... Escuche, hoy era el último día para entregar ésto y...
Bueno, digamos que necesito la vacante.
—¿De
veras? Si tanto la necesitaba ¿por qué no llegó puntual? —ordenó
unos papeles, pero continuó sin girarse.
—¿Disculpe?
A... acabo de tener un accidente —dije con un tono enfadado.
—Anda...
esa excusa no me la habían puesto antes... Oh, espera... Sí. Sí
que me la pusieron. Hace un año, creo recordar.
—¡Eh!
—volví a tocar con más insistencia, y con un tono más duro—,
¿puede prestarme siquiera un minuto de su valiosa
atención?
—pronuncié con sarcasmo.
—Lo
haré en cuanto usted muestre un ápice de educación e interés.
Me
mordí la lengua para no soltarle ninguna barbaridad. Apreté los
puños y conté mentalmente: 1...
2... 2 y medio... Susan, relájate, vamos... No puedes ir por ahí
gritándole a la gente.
—Disculpe.
Pero llevo esperando años para entrar a éste instituto. Y de veras
he tenido un accidente. Es más, mire.
Me
aparté un mechón de pelo de la frente y giré mi rostro hacia la
izquierda. Aproximándose a la sien, había una profunda herida, y aún
quedaban restos de sangre, puesto que no había podido limpiármela
antes. La secretaría esta vez sí se giró, y me contempló con
asombro.
—Vaya...
Parece grave. Tenemos una enfermería. Debería pasarse por allí
después.
—¿Entonces
me atenderá? —dije con una sonrisa de excitación.
—A
ver esos papeles... —dijo sin más remedio. Abrí la bandolera y
los saqué para entregárselos.
—Oh,
y... tenga, la foto.
Saqué
de mi bolsillo una foto de tamaño carnet y la dejé sobre el
mostrador. Había tenido suerte esta vez. La secretaria observó los
papeles y los marcó con un sello. Después fotocopió uno de ellos y
me lo entregó.
—Bienvenida
al instituto de Forks, señorita Adams.
—Muchísimas
gracias, de verdad —guardé el papel en la bandolera y le
pregunté:— Disculpe... ¿Podría decirme el día que puedo
comenzar con las clases?
—Hoy
mismo si así lo desea. Espere un segundo —se giró y rebuscó en
unas carpetas, agarró un bolígrafo que se ataba a una goma elástica en la
misma mesa, y lo estiró para tachar unas casillas—. Me temo que su
tutor es el señor Jackson. Busque el aula 15 y pregunte por él.
Entréguele éstos papeles y él sabrá qué hacer. Y ahora, si no le
importa, me retiro.
—Está
bien, muchas gracias —añadí.
—Ha
sido un placer. Hasta pronto.
Salió
de la secretaria cogiendo su abrigo, bolso y llaves, y cerró. Me di
la vuelta contenta por fin de poder asistir a un instituto decente —o
al menos el único que había en el pueblo—. Me detuve de golpe al
escuchar otra vez la voz de aquella mujer, y me giré para mirarla y
no darle la espalda.
—Pásese
por la enfermería. Ese golpe no pinta nada bien...
Me
dedicó una fugaz sonrisa y se marchó. Yo asentí, devolviéndole
una débil sonrisa no muy perceptible. Me di la vuelta para continuar
mi camino. Qué mujer más extraña... No hacía ni 10 minutos
estaba de un humor inaguantable, y de golpe y porrazo, se ha
convertido en la mujer más encantadora y amable del instituto...
Ojeaba el papel y los carteles en los que se plasmaba el número
de las aulas, intentando encontrar la número 15. Los pasillos
estaban casi desiertos. Ya había tocado el aviso y todos los alumnos
se habían introducido ya en sus respectivas clases. Al fin divisé
el ominoso letrero con el número 15. Me detuve frente a la puerta y
suspiré intentando tranquilizarme. Decidida posé mis nudillos sobre
la puerta y tardé unos segundos en reaccionar. Cuando al fin me vi
dispuesta a golpear la puerta, una voz masculina me interrumpió.
—¡Espera
Jennifer!
Me
giré sorprendida, al ver que sí se dirigía a mí.
—Creo
que te has equivocado...
Se
alarmó ruborizándose en cuanto me giré.
—¡Oh!
¡Perdona!... —se tapó la boca—. Pensé que... Bueno tienes el
mismo pelo que...
—No
importa, tranquilo —le sonreí.
No tenía ni idea de cómo se llamaba aquel chico, pero me había quedado completamente petrificada con su pelo. Era completamente negro y brillante. Parecía tener un kilo de gomina. Lo llevaba hacia arriba, con una cresta que le quedaba asombrosamente bien. Tenía los ojos oscuros y una piel casi tan pálida como la mía. Vestía con una camisa negra con la estampa de Kiss. Uno de mis grupos de música preferidos después de ACDC. Sus pantalones también eran negros, y parecían un poco desgastados. Dejé de observarle, y me dediqué a escuchar sus preguntas.
—¿Eres
nueva? —preguntó.
—Sí.
Acabo de inscribirme hace... 5 minutos aproximadamente —reí.
—Vaya...
No suelen venir muchos alumnos nuevos...
—Lo
sé... Es una oportunidad única, la verdad... Esto... llego tarde
—estiré mi mano y la posé sobre el pomo de la puerta, pero él me detuvo.
—Oh,
permíteme —abrió la puerta. Y entramos. El olor de aquella clase era una bomba atómica para mis fosas nasales. Tenía un olfato demasiado bueno, y podía husmear casi cada partícula de mal olor que había encerrada allí. Al entrar todos nos miraron. Me quedé agazapada a
su lado, avergonzada por notar miles de miradas fijas en mí. El
profesor se quedó mirándonos y al final dijo:
—Llega
tarde señor Boyd.
El profesor Jackson era un hombre mayor. De unos 50 años aproximadamente. Tenía un pelo canoso y grisáceo. Aunque podía distinguirse que años atrás lucía un cabello negro azabache. Sus ojos eran azules, y vestía con unos pantalones de lino de color marrones, junto con una camisa blanca y una corbata bastante hortera. Su voz era ronca y grave. Por no hablar de su perfume tan fuerte.
—Pensé
que eso no era una novedad, profesor —contestó el muchacho de los pelos de punta. La clase rió ante su
comentario. Y yo por el contrario, me sorprendí.
—No
comience con sus idioteces. Siéntese en su puesto y cierre el pico
durante los 37 minutos restantes que quedan de clase.
—¡Sí,
señor! ¡De acuerdo, señor! —simuló estar en la mili. Reprimí
una risa. El profesor rodó los ojos y me miró.
—¿Quién
es usted, señorita? —arqueó la ceja.
—Oh,
disculpe. Mi nombre es Susan. Susan Adams. La secretaria me dio ésto
para usted —introduje mi mano en la bandolera y saqué los papeles
para entregárselos. Éste los ojeó.
—Vaya...
¿Usted es la alumna que sustituye al señor Roxburgh?
—No
sé cómo se llamaba, pero sí... creo que sí.
—Sin
duda —no despegó su vista de los folios—. Bien, pues...
Siéntese... —ésta vez sí levantó la vista y la dirigió por la
clase—, ahí mismo.
Señaló una mesa al fondo de la clase,
curiosamente muy cercana a la del alumno que acababa de encontrarme
fuera y que le había vacilado al profesor de aquella forma tan cínica. Me senté y pude sentir como éste me miraba fijamente, con
descaro. Pude detectar un nauseabundo olor a tabaco. Fruncí el entrecejo y arrugué la nariz, incómoda por aquella sensación que tan poco me gustaba. Me removí en el asiento, con desagrado. De verdad que odiaba ese olor. Para mi disgusto, pude ver a través del rabillo del ojo, cómo el muchacho estiraba su cuello hacia mí, y empezaba a susurrar.
—Señorita Adams... —chistó.
—¿S-sí? —intenté reprimir las ganas de gritarle que por favor se alejara de mi rostro. Maldito tabaco...
—Oh, nada. Sólo me quería presentar a tan bella mujer.
Mi gesto se tornó confuso e incluso más incómodo que antes.
—¿Disculpa? —alcé una ceja, incrédula.
—Mi nombre es Kevin. ¿Cuál es el tuyo?
—¿Qué? —dije confusa—. Acabas de escuchar mi nombre no hace ni 2 minutos... —reí levemente.
—Bueno... sería descortés por mi parte no preguntarlo aunque lo supiera —se estiró en la silla, haciendo que se balanceara en el suelo. Sólo se sostenía por las dos patas traseras.
—Vas a caerte... —comenté divertida. Me giré, y dejé de mirarle.
—Todo lo malo siempre conlleva a algo bueno, señorita Adams.
Reí.
—¿Qué bueno hay en caerse de la silla? —pregunté con curiosidad.
—Que así llamaría tu atención. Y posiblemente vendrías a socorrerme.
—¿Socorrerte? Te has caído de la silla, no de un quinto piso...
—Aún no me he caído...
Me quedé en silencio.
—¿Cómo te llamas? —volvió a preguntar. Dudé en si de verdad se había enterado, o de verdad le preocupaba ser descortés.
—Susan. Y mi apellido ya lo conoces.
—Finjo no conocerlo.
Reí.
—¿Por qué lo haces?
—Me gusta oír tu voz.
—Acabas de conocerme —reproché.
—Eso no es excusa. ¿O sí?
—No lo sé.
—Entonces es un no.
Me encogí de hombros, intentando no seguirle el rollo. Era el típico payaso de la clase que creía poder ligarse a cualquier chica con su elocuente humor.
—¿Eres de Forks?
—Obviamente, sí.
—¿Obviamente? ¿Por qué no podías ser de Londres?
—Espera, espera... Me has liado. No soy de Forks. Vivo en Forks... —me corregí a mi misma.
Rió.
—¿Y de dónde eres?
—De Volterra.
—Oh... Es muy bonito.
—No sabes dónde está, ¿verdad? —alcé una ceja, presuntuosa.
—No. ¿Se ha notado mucho o qué?
—Demasiado...
—¿Dónde está Volterra?
—En Pisa. Italia...
—Oh.... La Toscana...
—Lo has dicho a voleo —no fue una pregunta.
—¿Qué? ¡No! —dijo divertido mientras introducía la mano en su cresta.
—Lo has dicho a voleo... —repetí también divertida mientras no dejaba de mirar la pizarra.
—Está bien, sí... Lo dije a voleo. Pero aún así te hice reír.
—No me río de lo que dices... Sino de tu poca inteligencia... —reí.
—¿Me estás llamando tonto? ¿O es que yo soy demasiado lerdo y pienso mal?
—Piensas mal... —pensé que se daría cuenta del tono en el que lo dije, y descubriría que estaba siendo irónica. De pronto gritó en medio de la clase:
—¡Bambino!
La clase echó a reír. Me giré y le miré estupefacta. Recorrí la clase hasta posar mi mirada sobre la faceta irritada del profesor Jackson.
—Váyase fuera de la clase —ordenó el profesor.
—¡¿Pero por qué bambino?! —dijo mientras se levantaba.
—¡Váyase fuera de la clase, señor Boyd! —alzó la voz y la clase se giró hacia él petrificada. El chico de pelo oscuro y cresta engominada, me miró y antes de irse comentó por lo bajo:
—Nos vemos luego, Adams...
Dejó caer aquellas palabras en un susurro inquietante. Salió de la clase a un paso firme y soberbio. Con la barbilla bien alta. Casi parecía bailar en lugar de andar. Negué varias veces con una sonrisa incrédula y divertida a la vez, por su comportamiento tan descarado. Saqué mi libreta y seguí la clase. Aunque no pude retirar de mis pensamientos aquellos ojos negros tan expresivos.
Me ha gustado mucho, Susan. Sigues describiendo de maravilla las situaciones y tus emociones y pensamientos lo hacen aún más entretenido. Kevin no me gusta mucho, aunque dudaría de Susan. Oh, y el profesor me ha recordado a Alan Rickman con el pelo canoso. #Dato.
ResponderEliminarSigue así.
Me leí este hace muuuuuuuuucho tiempo (El día que lo subiste) pero, se me apagó el computador y se me olvidó comentar :3.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho, Kevin es odioso, ajajajajaj, pero todo por llamar la atención de la querida Susan aajajajaja